Ahora que las espero, no vienen. Ayer me invadieron y no pude escribirlas. Me siento, miro la pantalla con la infeliz ilusión de verlas regresar. No vienen. Mis palabras tienen eso: no respetan horarios, no es extraño que no sean puntuales, que me dejen plantada. Claro que tampoco respetan mis deseos: cuando una parte de mí acepta y casi perdona errores y metidas de pata del pasado, la otra insiste en sacar la cascarita de las heridas y volver a enojarse enfurecida por el dolor que ella misma se provoca. Es fácil tirar la culpa a las hormonas y, como es fácil, lo hago. Pero reconozco que voy mejorando, antes las culpas siempre caían fuera. Supe afirmar (sin que se mueva un músculo en mi cara) estar justamente indignada mientras los otros se enojaban o hacían una montaña de un grano de arena. Si me equivocaba (raro en mí) era de buena fe mientras que los otros tergiversaban los hechos porque eran unos malditos mentirosos. Mientras yo sostenía ser firme, los otros eran una manga de obstinados cabezas duras.
Ahora las culpables son las hormonas, las mías, aclaro.
La de cosas que una puede escribir esperando que se hagan presentes mis palabras atorrantas que deben estar en alguna milonga o importunando a otra mientras no puede escribir lo que le dictan. Visto y considerando que no aparecen me voy a dar una vuelta por el barrio, quizá las encuentre en el viejo patio, tomando mate bajo la parra de mi niñez.
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