lunes, 25 de agosto de 2008

Conjunto de plumas sujetas a un mango para limpiar el polvo.

Como casi todos, supo tener su momento de anormalidad: se enamoró de un plumero. Es sumamente extraño que los plumeros hablen (éste hablaba), demasiado para mi gusto. Ella aburrida de tanto adoquín con pelo, se enamoró perdidamente del plumero y llegó a confiar más en las plumíferas palabras que en la propias. La vida de los plumeros no es muy divertida aunque se muevan, revuelen al viento las plumas o tengan simpáticos ataques de locura; por eso cuando ella lo mostraba orgullosa a sus amistades (hasta llegó a presentárselo a su Contador), el plumero creyó conseguir una posición, digamos, humana. Era como una nueva (y bizarra) versión del Pinocho mal herido y ella su hada protectora. Fueron excesivamente felices hasta que ella comenzó a medicarse bien. Las opiniones del plumero comenzaron a fastidiarla cuando se convenció de ser un plumista y quiso convencerla a ella. Una noche, cuando la había envuelto completamente con sus plumas para protegerla de una supuesta bomba atómica que caería cerca, apareció el primer estornudo. Ya nada volvió a ser igual porque era verlo y estornudar. La plumosa realidad le generó alergia y se dejaron de ver por prescripción médica.
Parece que el plumero todavía la extraña y cuando los plumeros extrañan se transforman en plúmbeos. Parece que ella encontró un guante de microfibra que canta unas canciones hermosas.
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