Hace cuarenta y dos años, un 24 de enero de 1967 moría Oliverio Girondo. Es probable que no haya asistido a su propio entierro, como nos avisara en su poema “Dicotomía incruenta” pero hace dos días que me anda dando vueltas en mi cabeza una oración que escribí hace unos años y que ya publiqué en este lugar. Hace dos días era el aniversario de su muerte, una de mis particularidades es no registrar fechas pero, debo reconocer que me asombré a comprobar que mi recuerdo coincide con su final. Por eso vuelvo a mi oración, quizá Oliverio me escuche esta vez.
Oliverio:
Pido por mis días: que dejen de resbalar con impermeabilidad hipopotomática.
Pido por mis tardes: que se momifican apenas las rozo.
Pido por mis noches: de funeraria solemnidad.
Que la memoria no se me llene de herrumbre, de olores descompuestos ni de palabras rotas.
Que vuelva a encontrar arte en una piedra; que los gusanos me saluden, las vacas me recuerden y guarde silencio para tomar el pulso a todo lo que existe mientras alguien me dice, con una voz de roble, lo que desde hace siglos espero en vano.
Que al abrir la ventana de par en par, tu sombra se crucifique con la mía desde un cuarto piso.
Que se corten las amarras lógicas y la única posibilidad de aventura, sea esta manifestación maravillosa y modesta del absurdo que es lo cotidiano.
Que ningún éxito eventual sea capaz de convencerme de mi propia mediocridad.
Que no tenga la dosis suficiente de estupidez como para ser admirada.
Que viva sin aspirar a ser lo que auténticamente debo ser. El hartazgo de lo que realmente soy me está matando; me muero de cansancio a los replanteos y recontradicciones, por tanta estanca remetáfora de la náusea. Por la revirgísima inocencia, por los instintitos perversitos y las ideítas reputitas, por las ideonas reputonas; por los reflujos y resacas de las resecas circunstancias.
Encontrar lo imposible: que me mires, me presientas, me desees, me acaricies, me beses, me desnudes. Que te resucite, te busque, te refriegue, te rehuya, te evada y me entregue.
Anhelo el tiempo en el que fuiste y yo no era.
Enseñame lo que olvidé; lo que hace tanto supe.
Pido por mis días: que dejen de resbalar con impermeabilidad hipopotomática.
Pido por mis tardes: que se momifican apenas las rozo.
Pido por mis noches: de funeraria solemnidad.
Que la memoria no se me llene de herrumbre, de olores descompuestos ni de palabras rotas.
Que vuelva a encontrar arte en una piedra; que los gusanos me saluden, las vacas me recuerden y guarde silencio para tomar el pulso a todo lo que existe mientras alguien me dice, con una voz de roble, lo que desde hace siglos espero en vano.
Que al abrir la ventana de par en par, tu sombra se crucifique con la mía desde un cuarto piso.
Que se corten las amarras lógicas y la única posibilidad de aventura, sea esta manifestación maravillosa y modesta del absurdo que es lo cotidiano.
Que ningún éxito eventual sea capaz de convencerme de mi propia mediocridad.
Que no tenga la dosis suficiente de estupidez como para ser admirada.
Que viva sin aspirar a ser lo que auténticamente debo ser. El hartazgo de lo que realmente soy me está matando; me muero de cansancio a los replanteos y recontradicciones, por tanta estanca remetáfora de la náusea. Por la revirgísima inocencia, por los instintitos perversitos y las ideítas reputitas, por las ideonas reputonas; por los reflujos y resacas de las resecas circunstancias.
Encontrar lo imposible: que me mires, me presientas, me desees, me acaricies, me beses, me desnudes. Que te resucite, te busque, te refriegue, te rehuya, te evada y me entregue.
Anhelo el tiempo en el que fuiste y yo no era.
Enseñame lo que olvidé; lo que hace tanto supe.
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