Ella vivía cinco minutos antes. Sabía lo que sucedería y sus días estaban colmados de aciertos y aburrimiento. Nada ni nadie lograba inquietarla.
Pero una tarde, mientras buscaba en la mesa de saldos de una librería, el libro que seguro encontraría, se cruzó con un hombre. Uno especial, capaz de inventar un alfabeto de caricias.
Él vivía con cinco minutos de atraso. Sus horas estaban colmadas de melancolía, de pérdidas duplicadas; lo había dejado una mujer que no era especial, ni hermosa, ni suya. Estaba harto de sí mismo y de voces en el teléfono reclamando aquello que no podía dar.
Ella lo percibió. Él la miró y la dejó pasar. Por primera vez ella no esperaba a alguien y él no imaginó perderla.
¿Comenzaban a vivir sin darle importancia al tiempo?
Ella aprendió a intuir y él, a sorprender.
La incertidumbre nació cuando ella quiso acercarse más y, al no conocer la respuesta, no se atrevió a confesar cuanto lo necesitaba. Él sospechaba que algo debía suceder pero no arriesgó mirar detrás, por temor a demorarse.
Entonces, entre lo que no sabían ganar y lo que no imaginaron perder, confundieron los momentos. El futuro los esperaba en silencio, pero ellos lo aturdieron con miedos.
Tarde se dieron cuenta que la mejor arma contra el amor es el destiempo, porque suele asesinarlo en los arrabales del destino y lo deja tirado ahí hasta que lo incendia la tristeza.
En aquel momento, cayeron apuñalados por los relojes.
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