Por Humberto Acciarressi
Aunque vivió poco tiempo en el país, fue argentino hasta la médula. Si otros autores le dieron vida a la literatura vernácula, él le agregó alegría. Tuvo con Borges, que le publicó el primer cuento, una relación de mutuo respeto. Su último viaje, poco antes de morir.
A Julio Cortázar no lo ligan a la Argentina los únicos datos ineludibles en la vida de un hombre: su nacimiento y su muerte. Por azares diplomáticos, nació en Bruselas el 26 de agosto de 1914. Y murió en el parisino barrio de Montparnasse, con ciudadanía francesa, setenta años más tarde. Sin embargo, como su admirado Gardel —nacido en Francia, muerto en Medellín—, el escritor fue un argentino hasta la médula. En su múltiple literatura se perciben los sabores infantiles de Banfield, su adolescencia en Buenos Aires, y la entrada en la madurez de Chivilcoy y Bolívar. En "Bestiario", "Rayuela", "Historias de Cronopios y de famas", "Todos los fuegos, el fuego" y un sinfín de otros libros y ensayos, no hizo más que aportar novedades al castellano, que nunca abandonó.
UN TIPO ALEGRE. García Márquez, a la muerte de Cortázar, el 12 de febrero de 1984, lo recordó como "el argentino que se hizo querer de todos". Y evocó particularmente su voz de órgano de erres arrastradas (que registran algunos discos y pocos documentales), hablando de jazz durante horas ante él y Carlos Fuentes, ambos boquiabiertos y azorados. Osvaldo Soriano, también por esos días, escribió: "Si Arlt y Borges habían dado vida a la literatura argentina, Cortázar le agregó alegría". El, sin embargo, no se tomaba en serio. "Me consideraré hasta mi muerte —confesó en una ocasión— un aficionado, un tipo que escribe porque le da la gana, porque le gusta..." Borges, que no era amigo de regalar elogios, le había publicado su primer cuento —"Casa tomada"— en una revista casi secreta, pero prestigiosa. Cortázar, que lo admiraba intelectualmente, lo defendía con cariño cuando el autor de "El aleph" era criticado por sus ideas. Borges, que nunca estuvo al tanto de esto y a pesar del universo ideológico que los separaba, escribió en aquel febrero de hace veinticinco años, una bella página recordando a aquel "muchacho muy alto" a quien le había dado la alegría de ver su primer cuento en letras de molde. Curiosa paradoja del ser argentino: ambos murieron y descansan en suelo extranjero. Cuando a fines de noviembre de 1983 Cortázar sintió que la leucemia se lo llevaba, retornó por ocho días a la Argentina. En Ezeiza nadie lo esperaba. A metros suyo, el periodismo se abalanzaba sobre Casildo Herreras, aquel sindicalista del "Yo me borré", que también volvía del exilio. Lúdico, apasionado, tímido y modesto, pasó y paseó inadvertido por el puerto, se sentó en Plaza San Martín, visitó a la madre y a la hermana. Mientras caminaba por Corrientes, una joven le acercó un ramo de flores. Minutos más tarde, sentado en un bar junto a Carlos Gabetta y el periodista de Le Monde Jacques Deprés, les exigió al borde de las lágrimas: "Huelan esto, jazmines del país. Con esta fragancia, no existen en ninguna parte".
EL ADIOS SIN RETORNO. Silenciosamente, como deben ser las despedidas, Cortázar se fue con la promesa de volver en marzo. No pudo: el 12 de febrero de 1984, una humilde procesión encabezada por Aurora Bernárdez, su primera esposa, lo trasladó hasta el cementerio de Montparnasse. Allí descansa junto a Carol Dunlop, su última compañera, en la vecindad de Charles Baudelaire y de Guy de Maupassant. Ahora, con más atraso en Argentina que en el mundo, llegan los homenajes. Es cierto que esas ceremonias no eran del agrado de Cortázar, pero ningún gran creador es dueño de su posteridad.
Por lo que dijo Humberto Acciarresi, por lo que sentimos sus lectores, por eso queremos tanto a Julio.
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