miércoles, 16 de mayo de 2007

Dolores

Ayer me dolió el corazón. No fue ese tipo de dolor que puedo exorcizar con palabras, cuando algún recuerdo se instala en el centro del pecho y se declara autónomo de mi cabeza. No. Fue otro tipo de dolor. Uno nuevo.
Mientras estaba haciendo un trabajo con una compañera en la oficina. Ella se rió. Lo único que te falta es que te agarre un infarto. También reí. Sí, justo cuando estoy trabajando, le dije.
El dolor seguía, pero no me puedo morir en la oficina, pensé y, no. No me morí.
Fue un dolor ajeno. Un dolor con otro dueño.
Iba y venía. Un puntada desconocida se instaló sin permiso en mi corazón la tarde de ayer.
Se fue sin aviso. No duró mucho. En el subte ya me había abandonado y no regresó en el gimnasio.
Hoy no me visitó, pero no puedo evitar pensar si algo me quiso decir, si algo no pude vislumbrar.
Un aviso, un roce, una señal para vivir más ligera. Para no cargar culpas, para hablar, pensar de otra manera.
No sé. Nunca sé bien que decir cuando recuerdo un dolor que no lleva mi nombre.

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