lunes, 4 de junio de 2007

La cantina del muelle.

Resulta que uno encuentra un lugar acá, al lado, (en Internet todo está al lado), lo encuentra y siente el ruido del mar, camina sobre arena a pesar de tener una alfombra gris bajo lo pies, se recuesta en una hamaca paraguaya cuando tiene fiaca, o se pone a estudiar cerca del muelle.
Resulta que siente el calor del sol y la sombra de las palmeras nos protegen.
Había una cantina así, acá, al lado.
Llegar era una fiesta y más de una noche escuchamos confesiones y terminábamos todos abrazados riéndonos o, simplemente, caminado por la orilla de regreso a casa.
El menú era de los mejores, “cocina de autor” le dicen ahora, pero su dueño, también, cocinaba palabras y las sacaba a punto del horno; nos regalaba “Negronis”, además de tener la única colección auténtica de pingüinos que sabía llenar con buenos tintos o blancos, según el plato o la ocasión.
Bebimos champagne, comimos “gambas al ajillo”; nos enseñó a preparar licores y tiraba consignas cuando nos acomodábamos en las mesas recomenzando diálogos y todos éramos amigos de todos.
Hoy pasé a desayunar y la cantina pedía un pase.
Pensé que, de ahora en más, seríamos sus clientes “VIP” (uno siempre quiere ser VIP para los amigos).
Me equivoqué.
Parece que la cantina cerró y, no por reformas. Parece que quebró. Que también las palabras generan gastos y obligaciones. Parece que ya no es lo que parece porque caminar por el muelle y ver las puertas cerradas, lastima. Ya no me produce placer sentarme bajo las palmeras y, ni el mar puede comprender la ausencia.
Tengo el martillo bolita pero no quiero lastimar sus paredes. Hay decisiones que debo respetar aunque me atraganto con preguntas.
Era mejor atragantarme de la risa.
Era mejor cuando, acá, (al lado), planificábamos viajes en globo entre capuchinos y medias lunas.
Sí, era mejor cuando Zorgin nos recibía, cuando Paco sonreía.

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