“Yo tengo una glándula pero de la pelotudez. Ese es el asunto. Una glándula de la pelotudez. Cuando a mí una mina me gusta mucho, como ésta, Marta… me pongo pelotudo. El mismo hecho de que la mina me guste mucho, me paraliza. Me pone tan nervioso que me pongo hecho un pelotudo, no sé lo que digo, hago boludeces… La glándula segrega algo algo que me idiotiza. Después pienso en las cosas que he dicho, o en las que debería haberle dicho y me quiero morir. Las minas deben pensar que uno es un retardado total. Y precisamente porque me gustan demasiado. Es increíble. Con las minas que no me gustan no me pasa. Ahí soy un duque, soy Dean Martin. Jodo, soy ocurrente, hasta puedo ser brillante. Al pedo. Porque a quien yo quiero gustar no es a los escrachos."
Este párrafo pertenece al cuento “Uno nunca sabe”, del Negro Fontanarrosa. Este párrafo marca como nos parecemos los hombres y las mujeres. Nos parecemos pero, es también una clara muestra de cuanto nos diferenciamos.
Acá, el personaje Mario le cuenta a Mochila como se siente ante una mina que lo tiene loco hace más de dos años y que él no se anima a encarar pero no habla de quererla, habla de cuando una mina le gusta mucho. Nada más. Nada menos.
Nosotras también tenemos la glándula de la pelotudez. Nos sucede lo mismo pero cuando, por fin, gritamos a los cuatro vientos estar enamoradas. Listo. Sonamos. La glándula se activó y nos creemos todo lo que dice nuestro amor. Es más, confiamos más en sus palabras que en nosotras mismas. Aceptamos horarios que ni un estibador de bolsas en el puerto acepta (aunque le paguen en Euros) para poder ver a nuestro “enamorado”. Dejamos amistades que nos dicen que nuestro amor es un tarambana y, aunque sabemos que oculta nuestra relación, nos decimos que lo hace para cuidarnos. ¿Cuidarnos de qué? ¿De la bomba atómica??? No, cuidarnos de no ver como una 4 x 4 lo aplasta manejado por una mujer, que seguramente es su mujer. Por supuesto jamás confesarán que son casados. Pero la glándula está en plena ebullición y nosotros vemos en nuestro amor al único ser capaz de protegernos de toda la maldad reinante en este mundo. Nos envidian. Envidian nuestra felicidad. Nuestro maravilloso amor. Nuestro mundo propio. Y así, nosotras, nos vamos alejando de nuestras amistades, nuestros hábitos y, lo más grave, de nuestro sentido común. Dejamos de escuchar esa voz que todas llevamos dentro y hace que se nos ericen los pelos de la nuca cuando sabemos (porque lo sabemos) que están mintiendo, que nos está tomando por pelotudas ¡bah!.
Es la glándula. La puta glándula que nos hace sentir culpables cuando desconfiamos del sátrapa que tenemos al lado y somos capaces de decirles siempre la verdad cuando (repito) sabemos, y lo sabemos muy bien que a los hombres (a todos los hombres) se les puede decir cualquier cosa menos la verdad.
En algunas la glándula deja de segregar pelotudez en un tiempo razonable, seis meses, digamos. En otras no. La pelotudez invade años. Años en los cuales nuestras amigas casi no nos llaman. Nuestros amigos se alejaron para siempre. Algunas han perdido carreras. Otras, quizá, dejaron pasar al hombre de su vida porque sólo existe “nuestro” hombre que, seguramente, es el hombre de la vida de otra pero está ocupando un lugar que sabe (él también sabe) no le pertenece. Y así, las que estaban en edad de tener hijos, porque querían tener hijos alguna vez, aceptan que esa edad pase porque el ñato ya los tiene y ni en pedo sueña con otro retoño. Las que quedan embarazadas con la glándula de la pelotudez en plena ebullición terminan haciéndose cargo del bebe porque el tipo desaparece y las que tienen hijos aún con la glándula en funcionamiento, no quieren un bebé. Porque los hijos son otro tema. Porque si bien no escuchamos a nuestras amigas, a los hijos sí se los escucha y si a tu hijo no le gusta el caballero con el cual estás saliendo, mujer argentina anque extranjera, escucha a tus hijos. Ayudan a que la glándula deje de incrementar pelotudez.
Las que no tienen hijos, escuchen a sus amigas (que a esta altura delpartido están otra vez con nosotras), a sus madres o a sus tías y, sobre todo, escuchen su propia voz. Esa voz que nos alerta. Esa voz que nos hace salir a buscar ayuda. Esa voz junto con las voces de aquellos que nos quieren bien son las únicas que nos pueden extirpar la glándula para siempre.
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