Quisiera escribir algo que me libere. Escribir y que el dolor se mude a las palabras. Abandonar la tristeza, escribir algo que me interese. Quisiera llenar el vacío con algo que me limpie. Recuperar la risa, sospechar una meta.
Pero no. Nada me importa. Camino por la casa como una autómata. Guardo las gaseosas en la heladera. Me quedo mirando los platos que debo lavar. Los lavo. Los ordeno. Los guardo. Cierro los cajones. Cierro la puerta. Salgo al balcón, riego las plantas, juego con mi perro, hablo con mi hija. Hago las cosas como si otra las hiciera. Me tiro en la cama. Cuando sueño soy mejor. Mañana me espera la psiquiatra.
Hoy hablé y hablé. Ella me esperaba para escucharme. Hablé y hablé. Cada tanto me pasaba los Carilina. No me dijo nada nuevo, pero cuando una profesional lo dice suena más firme. Queda grabado. Me entregó una receta para ayudarme con mi enojo. Está bien tu enojo, me dijo. Está bien. Te va a costar, pero está bien que te sientas así. Te costará pero pasará.
No me siento mejor pero me siento. Caminé por Anchorena, me senté en un barcito a tomar un jugo. Después anduve por Callao, miré vidrieras en la calle Santa Fe.
Un hermoso día de sol, ésos que tanto detesto, hoy no me molestó. Me regalé flores. Y no, no sonreí cuando el florista me regaló dos rosas, además del ramo que compré, pero se las agradecí. ¿Por qué tan triste?, preguntó. Ando sin sonrisas. Contesté. Me regaló otra rosa y me dijo: antes que éstas rosas se sequen encontrará su sonrisa. Seguramente la olvidó en algún lugar equivocado, pero ella conoce el camino de regreso.
El viejo florista no tenía ningún título colgado, ni me recetó ningún ansiolítico pero para mí era un poeta y, cuando un poeta habla, cuando un loco de Buenos Aires, recibido de adoquines y doctorado en buena leche, nos regala una señal, también queda grabada.
Aquí estoy con mis fresias, mis rosas y mi receta, esperando a la que conoce el camino.
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