lunes, 13 de noviembre de 2006

Compañera

Olga Orozco me acompaña. Llevo sus palabras dentro del libro y es como caminar junto a una amiga. La soledad no puede rozarnos mientras tengamos libros que nos esperan para viajar con ellos. Hoy subimos juntas al vagón del subte. Hoy se sentó conmigo y, casi con mi voz, me dijo:


"Era alguien con quien intercambiábamos palabras como talismanes, nombres capaces de fundar infiernos y paraísos, frases vertiginosas arrancadas del fondo de fiebres y de abismos, alguien con quien a veces nos internamos en la eternidad y cuya sola sombra yo no podía rozar sin un estremecimiento. Después vi copiadas las mismas frases, aun las mías, intensas, tiernas, desesperadas, en cartas enviadas a otras mujeres, y sus cartas se vaciaron, fueron para mí como las de Anonalino: nadie había escrito nada. Babas."


Al bajar, en Estación Belgrano, cerré el libro, ella seguía a mi lado. Casi pude sentir su mano sobre mi hombro y sus ojos verdes iluminaron mi mirada. No, no había lágrimas, una extraña alianza; la convicción de sentir que compartimos algo más que palabras.

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