Nos dicen como amar, para evitar tormento y fuego. Nos muestran que su amor es conquista. Aprender a herir: dominar siempre. Fingir: un arte, una estrategia.
Nos enseñan a dar limosnas. Nos ahorcan la inocencia. Nos matan la ternura. Nos rompen el deseo. Nos condenan a ser miedosamente buenos. Sobrevivientes sin conciencia.
Nos resignamos a un amor sin vuelo. A las costumbres heredadas. A los sueldos miserables. A dejarnos pisar sin contestarles.
Nos enseñan a ser hipócritas. A etiquetar. A separarnos. A ser inconstantes. A mirarnos de costado. Defensores de lo oxidado.
A no insultar. A no sentir. A conformarnos con sueños descartables.
Pero olvidan algo: sobrevive la impertinencia de la sangre que nos mueve. La flor del futuro que se abre. La estrella que llevamos en la frente. La necesidad de besos y de abrazos. Las ganas de seguir y patear miedos.
Entonces, los que mal enseñan, los doctorados en acomodos, los que piensan que el cielo es sólo de ellos, sacan sus libros, sus evidencias, sus ideas, sus sotanas, sus apellidos, sus fantoches, sus putas, sus periodistas, sus clones, sus billetes, su petróleo, sus tradiciones, su cobardía, sus asesinos, sus mentiras y nosotros ¿Qué hacemos? ¿Perdonamos?
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